jueves, 14 de octubre de 2010

Gracias



Todo lo bueno y lo malo que nos pasa, nos pasa porque nosotros queremos. Es nuestra capacidad de aceptar y/o negar los hechos, lo que en nuestra interpretación, es catalogado de bueno o malo, según una moral preimpuesta y modificada según el “gusto”. Gusto que no es más que otra imposición basada en nuestra necesidad de identificación, de ser aceptado o rechazado. Un círculo, un ciclo, retroalimentado; “eterno retorno”. Alimentado por dualidades básicas como el placer y el dolor.
En nuestra historia – civilización – transmutamos el instinto a los sentimientos como la culpa. Desdibujamos la racionalidad en una compasión tarúpida e inculcada, de una forma negadora, donde en la ausencia de autocontemplación nuestros ojos se posan en la expectativa de dolor ajeno, frena el instinto. Frena la evolución e imposición del individuo, del 1, como pilar fundamental de una sociedad. Genera inseguridad, falsas empatías, “gustos”, autocompasión y culpa. ¿Cómo esperamos tener una sociedad civilizada siendo un rebaño de animales domesticados?
Negamos olvidar la historia personal. Vivir cada momento como lo que es: único e irrepetible. El moralizar la historia es la venganza de la humanidad contra si misma. El auto odio. No es reconocer errores. Es generar resentimiento y culpa. El endeudamiento eterno en pos de la dominación sacerdotal y el negamiento de la vida.
No tener excusas, no disculparse, no arrepentirse. Eso es tener conciencia, desde la negación de la culpa y los “valores cristianos”. Eso es la afirmación del ser. ¡La culpa es generada por la expectativa de destierro del “reino de los cielos”, del Edén!¡Cuándo el Edén es la mismísima Gaya y el “reino de los cielos” la mentira dominante y el afán de igualar lo que nació diferente! No es el intento de igualar lo que iguala, sino el reconocer la diferencia. Aceptarla y abrazarla como tal. Reconocer que no hay inferior sin superior y viceversa.
Nada bueno puede surgir desde la culpa. La culpa es negarse a uno mismo. Negar en los demás la capacidad de soportarlo a uno.
En vez de culpar yo propongo dar gracias. ¡Dar gracias al bien y al mal! ¡Amar al bien tanto como al mal! Romper las diferencias desde la aceptación de las mismas. Amar la vida tal cual se presenta en su devenir como eterno retorno a un estado único de la conciencia máxima que es eterna en el mismo instante en que reconocemos que el pasado, presente y futuro como una misma cosa alcanzada y vivida solo porque yo lo quise. ¡Convencerse de no converse nunca más!
Ser sincero: con uno mismo para poder serlo con los demás. Ser sincero con uno mismo es aceptar la voluntad de poder, de vivir, de libertad. Abrazar, más allá del bien y del mal, mi dolor y mi placer. Aceptar el sufrimiento como necesario, como un ad-hoc de la vida- ¡del ser!. Negarlo sería nihilista. Aceptarlo como motivador del placer. Tomar conciencia espacio-temporal de la interpretación de los hechos, las causas y los efectos. Reconocer que la casualidad no existe, mas si la ignorancia del ser.
Ser aristócrata reconociendo la necesidad del inferior. Ser anarquista para entender mi voluntad de poder y de que solo yo puedo dominarme a mi mismo. Eso es el anarquismo aristocrático. Enseñar libertad. Trato igual para con los iguales. Amor para todo el mundo. Solo yo puedo reconocer a mi igual - ¡Porque es diferente! Solo yo puedo llamarme soberbio porque reconozco mis debilidades - ¡Porque las amo! – y porque amo a todos los demás, tales y como son - ¡Cambiantes!.
El que no cambia no existe. Aún el equilibrio es polar, un péndulo.

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